
ORDEN Y, PROGRESO?
¿Por qué en el país de la política progresista más rimbombante hay una sociedad sumergida en el fracaso? La clave para entender por qué la sociedad argentina está, quizá, condenada al estancamiento eterno.
Leonardo Franco
9/20/20258 min read


Orden y progreso es el lema grabado en la bandera oficial de Brasil. Esta frase, proveniente del siglo XIX, buscaba garantizar el progreso de una sociedad partiendo del orden (social) como base. Esta filosofía, desarrollada por Augusto Comte, surgió en Europa mientras se desataba un gran número de revueltas sociales en las fábricas, eventos derivados de la Revolución Industrial de la época. Este nuevo enfoque para construir y modelar una sociedad llegó a Latinoamérica, en parte por pensadores y científicos y, también, como política de Estado de varios países. Atravesado por luchas ideológicas mediante, este lema positivista establecía como condición necesaria el orden para alcanzar el progreso científico, moral y material de la sociedad. Tras haber transcurrido tantas décadas, ¿podemos decir que la sociedad avanza hacia el progreso mediante el orden? En el caso de Argentina debemos partir de una pregunta: ¿con qué orden contamos para proyectar cierto progreso? ¿Es el orden social garante de un progreso?
Si en algo estamos todos de acuerdo es en que Argentina es experta en atravesar crisis sociales. Pero ¿estas crisis sociales fueron producto de sí mismas o de otros actores? Rápidamente la gran mayoría afirmará que estas crisis sociales son causadas por crisis o intervenciones políticas y económicas que generan un alboroto entre la ciudadanía. Pero, seamos honestos, no podemos desligar la responsabilidad política de la social. Nuestros políticos, a día de hoy y tras varias décadas de democracia, han llegado todos al poder por el voto popular. Incluso ciertos gobiernos de facto fueron llevados al poder por previos actos democráticos. Objetivamente, usar el argumento de “son los políticos quienes ocasionan catástrofes sociales” solo es válido si hablamos de épocas en las que solo una porción de la sociedad tenía acceso al sufragio, puesto que, cien años atrás, sí había cúpulas de poder que, al ser “ciudadanos con más formación profesional”, tomaban en conjunto decisiones por sobre la población, muchas veces sin siquiera informarles del rumbo emprendido. Pero hoy en día el asunto es completamente distinto. A excepción de la crisis del 2001, donde hubo gobiernos de transición, la ciudadanía fue siempre completamente responsable de quiénes y cómo se rigió el rumbo del país. Dejando eso establecido, ¿podemos hablar de “orden” como componente característico de nuestra sociedad?
En rasgos generales podemos afirmar que sí, que tenemos un marcado orden social que permite al resto del sistema funcionar. Pero ese orden parece tener de nacimiento ciertos defectos. Hay asuntos político-sociales que demuestran que no hay consenso. Hay valores de convivencia ciudadana que parecen no ser estrictos ni correctos para gran parte de la sociedad. A día de hoy aún se sigue hablando de salud democrática, de dictaduras genocidas, de emisión monetaria como política base para el crecimiento. Hay sectores de la sociedad que aún ponen en discusión hechos de corrupción, actos delictivos y acciones alejadas de la ética pública por parte de varios dirigentes políticos. Y no hablo de la ya conocida militancia política que caracteriza a varios movimientos. Esos actores siempre se apegan a la bajada de línea que sus dirigentes les imponen; ellos tienen un sistema propio de valores que los rige día a día para alcanzar el máximo nivel de poder. Pero ¿qué sucede con la gran masa de ciudadanos, los trabajadores de clase baja y media que, por cantidad habitacional, tienen la capacidad de instalar gobiernos? Creo firmemente que no tenemos una sociedad con valores malos, pero sí hay un gran manto de neutralidad e indiferencia respecto a temas clave que construyen los regímenes que luego modelan nuestras vidas. Una gran cantidad de eventos de gravedad institucional atraviesan a nuestro país con gran regularidad: violaciones a la Constitución, hechos de injusticia, sentencias leves contra dirigentes políticos, manejos irregulares en la administración pública, destrucción de nuestra moneda, etc. ¿Qué reacción tiene la sociedad ante esto? Ninguna. Una parte solo esboza alguna risa, como si se tratara de una escena de una novela mexicana; otra parte solo reafirma su posición apolítica por “considerar perdido este país”; pero una gran mayoría simplemente no se entera de lo sucedido. Sus mentes parecen ponerse en blanco cuando se les menciona algún evento político-público. No reaccionan. “No sabía”, “ni idea”, “ay, la verdad no me interesa”. Todas respuestas vagas que dan lugar a un silencio generalizado frente a eventos de gravedad institucional. Del otro lado, una dirigencia carcajante que ve en esa pasividad social un gran instrumento para avanzar en el modelaje de un sistema corrupto y poco ético, donde quienes son descubiertos infraganti apenas reciben un repudio mediático, algún escrache en redes sociales por unas horas y luego, como premio, permanecen cobijados por su espacio político, listos para aparecer en alguna lista electoral de mediano plazo. Entonces, cabe preguntarse: ¿podemos hablar de un orden social sano si las bases de esta sociedad están contaminadas de indiferencia y de un bajo nivel ético a la hora de buscar un remedio a eventualidades del sistema? ¿Cómo puede el orden ser pilar de nuestra democracia si, ante cualquier adversidad, hay una sociedad totalmente desconectada de los engranajes del sistema?
En diciembre de 2001, toda la sociedad argentina, en mayor o menor escala, se manifestó respecto a la grave crisis económica y política que golpeó al país. Miles de personas salieron a las calles a defenestrar a la clase política y pedir “¡Que se vayan todos!”. Víctimas de los bancos, la inseguridad y los saqueos, recién al llegar a esa última instancia de caos la sociedad eligió manifestarse. Triste, ¿no? ¿Cómo puede ser que, ante semejante nivel de gravedad, la sociedad siempre elija dejar para lo último esta herramienta? Toda catástrofe arroja en los meses previos varios avisos: eventos de menor envergadura que, poco a poco, van construyendo una supernova política que desencadena una crisis social. En 1989 sucedió lo mismo con la hiperinflación de Alfonsín. En 2015 con la devaluación de Cristina Kirchner. En 2019 con Macri, en 2022 con Alberto Fernández, en 2025 con Milei. ¿Por qué la gente nunca se pone a la altura de las circunstancias? Muchas veces dependemos de información brindada por medios de comunicación, por influencers u otros comunicadores de redes. En otras épocas, con solo reuniones vecinales o escuchas radiales, también se podía acceder a cierta información sensible que indicara una cadena de eventos negativos en curso. Pero la reacción fue y es siempre la misma: la indiferencia. Solo existe algún tipo de reacción cuando se produce la peor manifestación del problema: estallidos sociales, corridas cambiarias, renuncias políticas. Entonces, ¿puede afirmarse que la sociedad conforma, en un todo, un “orden”? ¿Cómo calificar como ordenada a una sociedad que solo reacciona ante detonantes de gran magnitud, pero nunca frente a eventos pequeños que lanzan alertas?
La dirigencia política suele hablar de progreso cada vez que aprueba una ley, sobre todo si este proyecto es de carácter social o impositivo. El argumento más común es el de “igualdad y justicia social”, dos conceptos que, irónicamente, son poco característicos de la sociedad actual. Un país sumergido en la pobreza, sin niveles de crecimiento, estancado hace más de una década, con un mercado inversor que cada vez se aleja más de nuestras fronteras. ¿Cómo un país con tanta dirigencia avocada a ser “progresista” tiene, a su vez, una sociedad esclava de las dádivas estatales? ¿Pobres que no son considerados como tales porque reciben mes a mes un subsidio por no hacer nada productivo? ¿Qué progreso puede tener una sociedad que, día a día, ve sus valores y su educación más deteriorados? Incluso si dejamos de lado que, académicamente, todos los sectores de la sociedad se encuentran en un piso histórico de decadencia, cuando hablamos de valores más básicos que hacen a una persona en pleno siglo XXI también encontramos una situación desastrosa. En nuestras calles ya no existe el respeto, los buenos modales, el respeto por terceros y por el espacio público. “Por favor” y “gracias”, “permiso”, “buen día”, “disculpe”: ninguna de estas expresiones, que hacen a una convivencia pública ordenada y sana, se encuentra vigente. Cuando se escucha a alguien pronunciar alguna de estas frases uno se sorprende, porque recuerda épocas donde había un acuerdo social por el respeto mutuo.
¿Y qué podemos decir de los proyectos personales de un futuro próspero? Tener una casa, un auto, un título universitario, un emprendimiento o empresa propia: todos sueños que parecen haber quedado en el pasado de una sociedad olvidada. Una sociedad que existía hasta hace solo 20 años, no mucho más. ¿Qué agenda impulsa el sistema educativo para ayudar a los adultos del mañana a construir bases económicas que les garanticen independencia económica y emocional? Ninguna. La máxima expresión al respecto son los resultados de evaluaciones anuales a nivel regional. Otra expresión de frustración y enojo se escucha de algunos padres que ven en sus hijos una formación paupérrima. Pero no excede más que un planteo entre grupos de WhatsApp o un reclamo a algún directivo de la institución en cuestión. Jamás aparece un proyecto o, siquiera, un pedido de reunión a alguna autoridad municipal. Una niñez totalmente abandonada a su buena suerte, con padres ausentes y docentes inútiles.
¿Pero cómo apuntar al culpable real de este desastre? Lo más fácil es decir: “¡Mirá cómo habla ese político!”. Claro, ese dirigente que llegó al poder por tu voto o por tu incapacidad de ejecutar acciones que limitaran su acceso a la administración pública o, como última instancia, por tu falta de acción para denunciar ante instituciones competentes la falta de X funcionario. El panorama es claro: ellos tienen vía libre para hacer y decir lo que quieran porque están completamente avalados por el silencio de una sociedad ignorante. ¿Cómo podemos buscar el progreso de un país si la sociedad está empecinada en hacer oídos sordos y ojos ciegos ante las adversidades? No hay piso, ni vara alguna que indique un punto de partida, un consenso social de valores básicos para construir un proyecto de país que contemple castigo a quienes se desvían del camino del bien en la administración pública. No existe tampoco el reproche entre pares. Sin buscar incentivar el enfrentamiento directo, actores de primera instancia como profesores, administrativos municipales, agentes de seguridad, médicos… absolutamente nadie marca a las personas comunes sobre sus errores, tanto de comunicación como de información pública. Los pocos mensajes que aparecen entre esos agentes y la gente común terminan viniendo de militantes o personas afines a un gremio o partido político con el único fin de imponer agenda. Nunca se oye de ellos una consigna por el bien común, algo que busque sumar a la sociedad un agregado de valor. Si no es con agenda partidaria mediante, nunca se termina viendo algún tipo de mensaje valioso. Incluso consignas básicas como “paz social” o “democracia” terminan siendo usadas de forma partidaria para, por ejemplo, defender dirigentes propios que son señalados por violaciones a alguna institución. Siempre de forma reaccionaria, a la defensiva, desde una posición victimista.
El futuro de la sociedad es tenebroso, porque después de este declive solo se ven venir problemas aún más graves que llevan al choque frontal de distintas ideologías con el único fin de ganar poder. Poco a poco, lo construido como sociedad durante siglos se va desmoronando y nos conduce a un camino de retroceso puro. Darle vía libre a corruptos, delincuentes, maleducados y oportunistas termina saliéndonos carísimo como sociedad. No solo por valor económico, sino por algo más valioso a lo largo del tiempo: la calidad de una sociedad. Una sociedad podrida desde sus raíces solo asegura un futuro trunco, oscuro, dominado por corruptos e infestado de ciudadanos obligados a sobrevivir en la más absoluta miseria.