EL DIA DESPUES DE MAÑANA

La clase media, la violencia politica y un camino sin retorno

Leonardo Franco

9/1/2025

Un cambio de época nunca ocurre de manera súbita ni sin advertencias. Generalmente se manifiesta a través de pequeñas señales que, aunque inicialmente marginales, terminan conformando el escenario que tenemos frente a nuestros ojos. Salvo en casos de fenómenos naturales imprevisibles, los grandes acontecimientos sociales y políticos suelen estar precedidos por hechos singulares que, aunque subestimados, anticipan transformaciones mayores. Sin embargo, la habituación social a determinadas prácticas —propias o ajenas— muchas veces genera indiferencia. Así, incluso frente a sucesos incómodos o disruptivos, la reacción dominante suele ser la minimización o el escepticismo.

Algo así sucede en la película del año 2004, El día después de mañana: un metraje que muestra el inicio de una nueva era glaciar que afecta a todo el hemisferio norte del planeta. Una investigación cuyo punto comienza en el otro lado de la Tierra, la Antártida, y que lleva a un científico a obtener conclusiones catastróficas respecto a lo que se aproxima para la población. Aquel alarmante resultado fue expuesto ante las más importantes autoridades de EE. UU. y del mundo, pero, sorpresivamente (o no), quienes tenían el poder de poner a resguardo a la población —los dirigentes políticos, específicamente el vicepresidente— eligieron reír, ignorar y minimizar los datos expuestos por el climatólogo. A partir de este escenario tan desesperanzador para el equipo de investigación, empieza a desencadenarse una enorme cantidad de catástrofes naturales en todo el hemisferio, eventos de los que absolutamente nadie podía escapar: piedras de hielo caídas del cielo, tornados, inundaciones, elevación del nivel del mar. Todo comienza a precipitarse y, para cuando las autoridades quieren accionar, ya es tarde: la catástrofe ha comenzado.

—Sé que eres bueno sacando de quicio a la gente, pero ¿por qué molestas al vicepresidente?
—Porque mi hijo de 17 años sabe más sobre el clima que él.
—Tal vez, pero tu hijo de 17 años no controla el presupuesto…

Esta última frase podría definir lo que es vivir en pleno 2025, en una sociedad donde tenemos, por un lado, a una clase política dominante que solo se preocupa por la caja y, por el otro, al pueblo, que siempre queda al margen afrontando las consecuencias de las calamidades producidas por el poder.

Hoy tenemos a la mitad de la población argentina sumida en la más absoluta pobreza, con una gran porción siendo asistida por el Estado y otra trabajando más de 12 horas al día para poder comer y no caer en la indigencia. ¿Nadie vio esto venir? ¿No hubo síntomas de esta debacle? ¿Quiénes hicieron oídos sordos? ¿Hay un solo culpable? ¿Alguien intentó hacer algo? Todas estas preguntas tienen respuestas, pero, tristemente, esas respuestas varían según quien las responda: primero, quienes responden con ideología política mediante, los militantes; segundo, quienes responden al poder de turno o viven de él; tercero, los ignorantes que siempre se mantienen al margen y solo conocen de la macro porque se cruzaron un par de TikToks o algún meme de Twitter; y cuarto, los pocos que elegimos mirar desde afuera, pero que, si emitimos opinión, somos censurados, pues claro, vamos en contra de los intereses político-económicos de los grandes magnates.

Todos sabemos que este desastre no data de hace pocos años, sino de más o menos unos 40, cuando el país se preparaba para volver a la democracia. Si somos más quisquillosos, podemos remontarnos hasta la década del 40, cuando el mundo afrontaba la peor guerra de la historia y Argentina, por su parte, veía florecer un sistema que lo mantendría rehén del Estado hasta el día de hoy. Donde nos paremos encontraremos un mismo factor común: una dirigencia política cada vez más convencida de usar la caja del Estado como herramienta para convencer a la sociedad de que, sin ella, nadie puede tener una vida próspera. Saltándonos varias etapas y procesos, mayormente podemos concluir que la situación actual de la sociedad argentina es el resultado de las políticas implementadas por todo el arco político desde la crisis del 2001, tanto con la presidencia de Néstor Kirchner como con las leyes aprobadas por los legisladores de “la oposición” de esos años. Promesas y falsas ilusiones de prosperidad llevaron a que, por algún motivo, la gran mayoría del conglomerado mediático defendiera a capa y espada un sistema que, a día de hoy, garantiza que vivamos sometidos a pobreza, inflación y un futuro trunco.

Por un lado, quienes tienen la ventaja de ser subsidiados por el Estado lograron crear un mundo de consumismo obsceno en el que priorizan más saciar los deseos instantáneos que ahorrar para sentar las bases de una vida adulta independiente y sustentable. Por otro, los autónomos y trabajadores formales que, mediante impuestos y aportes al fisco, son exprimidos a mansalva, llegando a cada fin de mes contando monedas y rogando que se acerque la nueva fecha de cobro. Y en el medio, en un pedestal muy alto, quienes mueven las cadenas que garantizan que este sistema se mantenga de esta forma: la dirigencia política. Este sistema parecía dar muy buenos frutos; pues claro, lo siniestro de esto fue aprovechar el reordenamiento de las cuentas en la etapa 2001-2003 para poder ir por más en las próximas dos décadas. Incluso con alternancia política en el medio, nada parece mejorar, y es hoy, en pleno 2025, que la aparición de un fenómeno histórico como el de Javier Milei desafía a la historia y a todos los actores sociales para ver si se puede resetear esta cultura de autodestrucción instalada hace varias décadas.

Pero esta etapa de la democracia argentina ha comenzado a mostrar un componente que había quedado en los años 70 y que nadie vio venir: la violencia política. Los más afines al aparato mediático rápidamente eligen clasificar este fenómeno como algo que surgió post 2020, con la pandemia y con la primera presidencia de Donald Trump en EE. UU. Pero lo cierto es que esta vieja herramienta de la política nunca se desvaneció, sino que solo se ocultó bajo las alfombras de “la nueva política” surgida con la vuelta a la democracia. Quienes hicieron uso de esa herramienta, o quienes le dan validez, siempre estuvieron ahí, en distintos puestos de la administración pública, en distintos partidos políticos, en organizaciones sociales, en sindicatos, hasta en el sector privado, en alguna empresa cercana al Estado, pues es de él de quien logran nutrirse de recursos, ofreciendo su estructura a cambio de contratos con el sector público. Pero, a diferencia de lo sucedido en los años 70, cuando en el bando contrario a los terroristas se encontraban las Fuerzas Armadas, hoy nos encontramos con un actor nuevo nunca antes visto: la clase trabajadora. La clase laburante, clase media y baja principalmente, cansada de ser explotada y de afrontar las consecuencias directas de las políticas implementadas en los últimos 20 años, ha comenzado a mostrar mayor intolerancia a la habitual militancia que, hace un tiempo, invadió las calles imponiendo sus deseos y caprichos por sobre los derechos más básicos de quienes salen todos los días a trabajar para sobrevivir. Es en este punto donde se desata un foco de tensión muy grande y que, si sale mal, puede llevarse puesto a todo el sistema y dar lugar a una crisis nunca antes vista en nuestra historia: una guerra civil.

Un punto de quiebre en nuestra sociedad fue, sin dudas, el 1 de septiembre de 2022, cuando un marginal se acercó a centímetros de la entonces vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, y le gatilló en la cara. Aquel hecho marcó el inicio de una etapa donde la dirigencia política comenzó a elevar el tono de sus discursos, sumando elementos discursivos relacionados con la muerte, la sangre, los golpes y la persecución. Estos elementos ya estaban dando vueltas en la sociedad, por ejemplo, entre un selecto grupo de periodistas y comunicadores de medios masivos y, obviamente, entre los militantes políticos más enardecidos.

Aunque pocos eligen reconocerlo, esta escalada de violencia se retrotrae al primer gobierno de Cristina Kirchner, con distintos enfrentamientos mediáticos, por ejemplo, el avance contra el Grupo Clarín o la partidización de canales de comunicación públicos, escraches de su militancia contra opositores (como aquellas exposiciones públicas donde invitaban a escupir fotos de opositores) y, además, acciones legislativas como la 125 contra el campo. Estas acciones provocativas y amenazantes de parte de la expresidenta empiezan a calar hondo en su segundo mandato, cuando surgen manifestaciones opositoras masivas en las calles y el crecimiento de una oposición política cuyo foco estaba en “sacar al kirchnerismo del poder”.

Pero esta oposición no surgió por mera disidencia ideológica con la mandataria, sino que fue producto de los múltiples escraches y burlas que hacía la entonces presidenta de la Nación, incitando a su militancia a radicalizar los discursos de odio contra dirigentes y medios que criticaran al gobierno peronista que encabezaba. Con tragedias sociales mediante, Cristina Kirchner salía a minimizar y ridiculizar a quienes le exigían un comportamiento más honesto con las problemáticas del momento. Fue así que se construyó finalmente un movimiento “anti” que llevaría a probar la alternancia política para mediados de la década. Con Kirchner afuera del Ejecutivo, el entonces gobierno de Juntos por el Cambio contaba con un amplio respaldo social para implementar políticas que torcieran el rumbo de una Argentina que se veía sometida a un espiral de inflación y pobreza creciente. Pero el experimento “antikirchnerista” falló: el gobierno de Mauricio Macri fue azotado por incontables protestas sociales impulsadas por el kirchnerismo y la izquierda, y junto a pésimas decisiones económicas más un amplio serrucho mediático, en 2019 el kirchnerismo logró volver al poder. Pero fue en los últimos dos años del gobierno de Macri que apareció nuevamente la violencia política en las calles de Argentina: carteles pidiendo la muerte de Bullrich y de Macri, maquetas personificando funcionarios siendo prendidos fuego, huracanes de piedras contra el Congreso de la Nación, escraches en actos del poder Ejecutivo, llamados a golpes de Estado por parte de dirigentes sociales y mucho más. Todo esto llevó a la sociedad argentina a entrar en un clima de tensión política y social que no se sentía hacía muchos años.

Este clima logró asentarse y crecer exponencialmente con la asunción de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. La profundización de las políticas progresistas y socialistas, junto a la pandemia del 2020, llevaron a detonar la situación social. Para fines del primer año del nuevo gobierno, se empezó a explicitar la presencia de este actor que hasta esos días se encontraba en silencio: una versión más ferviente de la que había en las marchas contra CFK en 2012 y 2013. Grupos de personas “anticuarentena y antivacunas” irrumpieron en la escena y se animaron a salir a las calles a manifestarse contra la salvaje cuarentena impuesta por el gobierno de Alberto Fernández. Esta denominación pseudoconspiranoica fue impuesta por la gran mayoría de actores políticos y, por supuesto, por el mega aparato mediático kirchnerista. Con el correr de los meses, esa denominación despectiva fue perdiendo fuerza, ya que estas protestas en contra del gobierno dejaron de ser por la cuarentena y pasaron a ser por la inflación y la inseguridad en las calles. Algo había cambiado: la viralización de consignas antikirchneristas en redes se trasladó a la calle, y ahora tenían voz los que durante años eligieron guardarse. La política entera empezó a ver un rol activo de un sector nuevo de la sociedad. Su más grande preocupación ahora era que estas manifestaciones hacían frente a las hordas de izquierda que constantemente se movilizaban para exigir más caja y beneficios. Este sector de la sociedad terminó por encolumnarse atrás de la candidatura de Javier Milei y lo llevó a la victoria de 2023 frente a Sergio Massa.

La dirigencia política seguía en shock: ¿cómo era posible que la mayoría del pueblo argentino estuviera militando un ajuste feroz sobre todas las áreas del Estado? El desconcierto de la política rápidamente se vio reflejado en el accionar que empezó a tener su militancia: la persecución contra los votantes de Bullrich y Milei. Escraches, piedras, golpes, patadas, escenas de vandalismo: todo empezó a ser válido por parte de los movimientos kirchneristas y de izquierda con tal de frenar el avance de un nuevo movimiento social y político. Pero se encontraron con otro factor que no tenían en cuenta: la respuesta. A sus golpes, encontraron golpes. A sus pintadas, encontraron pintadas de respuesta. A sus escraches, encontraron insultos en público. Ya nadie les tenía miedo; ahora todos jugaban el mismo juego. ¿Es una situación penosa? Sí, pero también justa. Los que siempre fueron sometidos y señalados por no militar las mismas ideas ahora habían ganado coraje. Ya nada volvería a ser igual.

Hoy, a las puertas de una nueva elección legislativa, vemos que todo se tornó de un color lúgubre. Todos los días, todas las semanas, se viralizan episodios de discusiones o riñas en distintos ámbitos del país entre militantes y votantes de “la derecha” y la ya conocida “izquierda”. Hoy los principales referentes políticos adoptan un discurso extremadamente combativo en donde llaman tanto a “enterrar al kirchnerismo” como a “colgar a Milei y a Caputo”. Hoy ya no hay pudor al expresar ideales políticos. Ya nada es raro, anormal, ilógico, repudiable. Hoy todo es válido con tal de ganar un voto o de conservar un puesto en el Estado. Pero con esta escalada de violencia social, ¿no estamos a las puertas de algo más grande? ¿Por qué nadie pone un freno a esto y, por el contrario, siempre se redobla la apuesta? ¿La sociedad argentina naturalizó por completo la violencia política? Yo creo que sí, sin dudas. Los últimos episodios lo demuestran: piedrazos y botellazos contra el presidente de la Nación, trompadas contra dirigentes de izquierda por otro lado. ¿Qué es lo que sigue?

La principal incógnita es a dónde vamos a ir a parar. ¿Argentina quiere volver a la etapa vivida en los 70? Un sector de la sociedad tiene esa experiencia, pero otro no. Con las Fuerzas Armadas totalmente “domadas” y anestesiadas, producto de décadas de desfinanciamiento y ridiculización de los uniformes, ¿quién podría hacerle frente a una horda de violentos dispuestos a tomar las armas? Quizá la respuesta sea dura, pero probablemente muy certera: la clase media. ¿Alguien se anima a decirlo? Duele expresarlo, entristece saberlo, pero todo indica que, de no cesar esta situación, estamos a las puertas de una posible guerra civil.

Es claro que la política argentina entró en una etapa de suma oscuridad y que esta etapa fue precedida por múltiples eventos que, ante los ojos de quienes tienen el poder de influir, no consideraron nada relevante. Al igual que en la película nombrada al inicio, quienes pueden frenar una situación adversa siempre eligen mirar a un costado, pues claro, hacer el bien para el pueblo que representan nunca les es redituable, ya que, mediante tácticas tramposas de la política, siempre se garantizan algún puesto en el Estado que les llene los bolsillos. Una nueva era glaciar a nivel social llegó y no hay nada que indique un posible retorno a la paz social.